viernes, 20 de abril de 2007

Voracidad de cenicero

Cuando marchaba alejándome del consultorio de la Dra Lowenstein pensé que sería muy interesante para la trama narrativa de mi ser henchido de psicoanálisis que tuviera como hábito, al salir de cada sesión, cual ritual de recuperación del falo, detenerme en un kiosco -siempre el mismo kiosco, el de la viejita de la primera vez, que me tuvo tanta paciencia- a comprar una gillete. Pero no, solamente puedo jactarme de recordar cuál era ese kiosco de aquella vez. (La trama narrativa debería chuparme más un huevo porque, francamente, cuánto sacrificio).

Había entrado diciendo, casi sin articular palabras... al ver pasar el tiempo Lowe inquirió -qué pasa que estás tan callada?- y en lugar del famoso -nada, todo bien- dije el desconocido -Lowe destacó que era desconocido- -es que sé que no estoy dispuesta a hacer ciertos cambios... es decir, sé que me hago cosas que no están bien, pero dejar de hacerlas sería aceptar algo que me resulta mucho más incómodo, mucho más aterrador...-

Es difícil hacer lo que querés cuando las cosas no pueden salirte mal.
El margen de error es lo que lo hace interesante... dicen.

Temprano al amanecer, había descubierto en mi cuenta más billetes de los que esperaba. Entonces, aprovechando que tendría más de dos horas entre Dr. Lowestein y la facultad, decidí hacer un merecido shopping, ya que mis trapos hace tiempo han dejado de ocultarme delicadamente. Empresa que terminó en una compra voraz de libros y ningún trapo... ¡pero qué felicidad, cuánto fetiche! (me estaré vistiendo de algo?)

El punto es que en el mismo momento en que afirmaba que no estaba dispuesta a hacer ningún cambio estaba haciendo un cambio. De repente, se me antoja, puede ser positivo.

(es que temo tanto que la felicidad me vuelva idiota)

“Las palabras hacen estragos cuando encuentran un nombre para lo que hasta entonces ha vivido innominado"
Y el deseo es el deseo del Otro, que nos ampara (o nos encadena a un significante) y qué pretende usted de mí...